Por: Daniel Chanona Velázquez.
Remembranzas olímpicas.
Del baúl del abuelo…. “La corona de olivos”.
¡CON cuidado, mijo! Escuché citar a la abuela. La cautela no significaba otra cosa más que extraer, del recóndito sitio de la turbia bodega, el añejo objeto reposado desde hace años sobre aquella mesa de madera, hoy casi carcomida por el tiempo, sobre la cual hacía girar la mula de seis los domingos por la tarde cuando era aún más chaval que ahora, sintiéndome inmortal por haber derrotado “al viejo” una vez más en el dominó. ¡Seguramente era bueno!, al menos eso quería hacerme creer, y vaya que yo lo disfrutaba.
–Pesa, tómalo de abajo. Sugirió. Tendió sobre la palma de su mano diestra la que develaría las memorias arropadas, la historia enclaustrada, las palabras que aún no comparto. Sacudí casi todos los rincones del pasado, excluyendo sus notas del bar de los pecados, ordeñando al tintero, del que creía no ser santo de su devoción… hasta abriles póstumos.
Viajemos.
DESNUDOS y con los pies descalzos, excluyendo a las féminas de cualquier celebración. Sí, comenzamos por la oración final. El mejor desempeño era reconocido con decoro. “Inmortal entre la gente que lo vio crecer”, proclamándosele héroe tras la colocación de una corona hecha con ramas de olivo cortadas por un adolescentes de 12 años cual cuchillo era considerado “especial”. La manutención del galardonado correría a cargo del pueblo y del gobierno por el resto de sus días. Acto protocolario cúspide del entonces nuevo calendario cronológico de Grecia, mismo que empezó a medir el tiempo por Olimpiadas, periodos con cuatro años de duración que principiaban y culminaban con la disputa de los Juegos, justa puesta en marcha en el año 776 a. de C., afirman historiadores, siendo el corredor Corebos su primer campeón oficial.
En la época antigua, el valle sagrado de Olimpia solía rendir culto al dios Zeus, el gran griego, padre de dioses y hombres; los remotos Juegos Olímpicos consistían en una sencilla prueba: la carrera, misma a la que siglos después se le sumaron 25 deportes diversos, puestos en práctica en 39 disciplinas totales, en el marco de una fiesta con duración de diecisiete días, de la cual somos testigos ahora en Londres en su trigésima edición de la era moderna, era que comenzara a encaminarse en la longeva Atenas, allá por 1896, convocando entonces a 311 competidores de 11 países, sede que le despojó a París su ilusión de albergar el acto, frustrándole a la capital francesa su añorada proyección a nivel mundial como aquella que simbolizaba el progreso de la modernidad.
Lo anterior no impidió que la considerada capital del mundo fuese anfitriona cuatro años más tarde, en 1900, simbólico momento que significaba abrir un nuevo siglo, justo donde se celebraba de manera simultánea la histórica Exposición Mundial, sin embargo, París fracasó de nuevo: carente organización, rememorada por sus seis meses de duración sin contar con las ceremonias de apertura ni clausura, aún así siendo memorable (pese al caos continuo) por haber sido la primera vez en donde las mujeres tuvieron participación en disciplinas consideradas “propias” del género como golf, tiro con arco y esgrima.
DETALLE VERANIEGO: A los vencedores de la, ahora recordada, primera justa olímpica (Atenas 1896) sólo se les otorgó una equitativa presea de plata, al quedarse sin fondos para fabricar las anheladas medallas de oro. ¿Lamentable presagio divino?
“El dolor es temporal, el orgullo es para siempre”.
TWITTER: @Daniel_Chanona