Por: Daniel Chanona Velázquez.
Haciendo eco de su existencia.
BERNARDO Couto, Manuel Carpio y Joaquín Pesado atestiguaron por vez primera aquella melodía que inmortalizara a partir de entonces cualquier hazaña a favor de nuestro país, estrofas por demás nacionalistas atesoradas tras una evidente falta de identidad patriótica; ellos, miembros del jurado de aquél certamen decisivo que le diese a México su Himno Nacional, convocado a la postre de un primero cuyo resultado fue fatal tras otorgarle la victoria a las letras derramadas por el tintero de Andrés Davis Bradurn quien buscara engalanarlas con los acordes del pianista austriaco Henri Hertz, allá por 1849, y que simplemente decepcionaban a cualquiera, a pesar del valor poético que aquél trabajo representaba, pues dicen era muy superior a sus antecesores. Sin embargo, no agradó al pueblo, por lo que corrió la misma suerte de las canciones populares de las décadas pasadas.
Fue entonces cuando el presidente Santa Anna ordenó una nueva convocatoria, publicándose un 14 de noviembre de 1853. Sería la rúbrica de Sebastián Lerdo de Tejada quien oficializara el aviso.
Guadalupe González, relata la historia propia, podría ser considerada como la autora intelectual de aquellas diez estrofas que Francisco González Bocanegra dejara como legado al país; novia del autor quien le insistió, tras ir él a su casa de visita, participar en el concurso. El encierro de éste en una habitación del hogar de su novia le valió la composición ganadora.
Juan Bottesini plasmó los acordes de la primera melodía que vistiese a la letra del ya selecto Himno mexicano, trayendo consigo un ritmo apagado, disolviendo a las estrofas entre las notas melancólicas ejecutadas. El fracaso de la música compuesta para ello resultó evidente.
Jaime Nunó, músico español, conocido por Santa Anna en Cuba hacia el año 1851, fue invitado a colaborar para darle forma al tambaleante proyecto. Inimaginable parecía que aquella encerrona protagonizada por González Bocanegra fuese quien nos erizara la piel a la postre de la obtención de la medalla dorada en unos Juegos Olímpicos, por citar evento alguno. Sí, entonado por vez primera en el Teatro Santa Anna de la capital de la República, el 15 de septiembre de 1854 por el tenor Salvi, pero haciéndolo retumbar en demasía en cualquier lugar en donde hubiesen mexicanos el pasado 11 de agosto, de 2012. Haciendo eco de su existencia como el más bello del planeta sobre las paredes del mítico estadio de Wembley, escenario que protagonizara las victorias más importantes de clubes del futbol mundial como el Milán, Manchester United, Ajax, Liverpool o Barcelona.
Césped también testigo del paso más importante que ha dado el futbol mexicano a lo largo de su historia, otorgándole a la delegación su segunda medalla dorada en un deporte por equipo sobre el mismo terreno sagrado de los Juegos del 48, rememorando la conseguida por el conjunto de equitación en la prueba de salto, conformado por Humberto Mariles (montado en Arete), Rubén Uriza (en Hatuey) y Alberto Valdez (en Chihuahua), en una justa olímpica en la que Alemania y Japón no fueron invitados, además de ser los primeros en darle ingreso a la competencia a países comunistas.
Gran apertura, sublime clausura, redonda actuación nacional. ¡Gracias, Londres! Por tus colores, por su música, por tu historia, por compartir tú esencia. Que comience el carnaval más largo de todos los tiempos, cuatro años de estar bajo la pupila del mundo. ¡Suerte, Brasil!
“El dolor es temporal, el orgullo es para siempre”.
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