Por: Daniel Chanona Velázquez.
El primer tropiezo de “O Rei”.
Del baúl del abuelo…
CON tan sólo quince años de edad llegó a las filas del Santos de Brasil, una vez probada la suerte de las rondas previas de eliminación para figurar entre aquellos que desde entonces comenzarían a portar los colores de uno de los históricos de aquella tierra. Pese a su juventud, ya compartía entrenamientos con la Primera División.
Con sus escasas pertenencias bajo el brazo, una mañana, a temprana hora, abandonó la habitación donde se alojaba en las instalaciones del club en Vila Belmiro, huyendo con la intención de volver a Baurú, su hogar de la infancia.
Un hombre callado, de edad madura, encargado de velar por los que allí radicaban, que solía ser elocuente, lejos de la alteración y la inquietud, lo divisó en su claro intento de partida. Le cuestionó su dirección. –Vuelvo a mi casa-, contestó, sin poder ocultar su estado de ánimo. Lo invitó volver a su dormitorio. Retornó, con la intención de aguardar el primer descuido para intentar de nuevo la fuga. Brevemente transcurrió el tiempo, y aquél cuidador se aproximó hasta la cama en donde yacía ‘Pelé’, y con afecto espontáneo le preguntó qué le sucedía. Ante aquél gesto humano no pudo contenerse, volcando toda su angustia y desesperación.
Si bien su desenvolvimiento deportivo se desarrollaba con los mayores, todavía él contaba con quince abriles en su haber. Entonces, por encomienda, le otorgaron una participación en una de las finales de los grupos juveniles, con el afán de aprovechar su experiencia y elogiada habilidad. El futbol, siempre impredecible; como jugador del que se espera lleve el equipo al triunfo, o porque simplemente no disputó su mejor encuentro, nada salió acorde a lo planeado. Quizá, por la exigencia en exceso que recibía. Se hallaban por debajo en el marcador, presentándose una última oportunidad a través de la pena máxima. El estratega confió en su pericia para ejecutarla. No sólo erró desviando la pelota; su equipo perdió el partido… y el campeonato. Escena que lo sumió en el terror. Clavándose los ojos de los espectadores en su conciencia, esperando que anotara. Pero más le afectaba la mirada de su padre que, aunque se ausentó a aquella final, él sentía que observaba su tiro con mucha más demanda que todos los presentes juntos. Confesó haber tenido la total responsabilidad del fallo, y por ende incrementó su deseo de retornar a casa.
Una vez descargada su rabia, angustia y frustración ante quien le había impedido marcharse aquella noche, y con calma, afecto y sabiduría, pese a su escasa o nula formación, éste le dio una lección inolvidable. Le dijo que la carrera de un profesional está plagada de situaciones cambiantes, con momentos de esplendor y otros completamente olvidables; que su única preocupación debía ser el prepararse siempre para ser el mejor; que no debía interesarle ni la adoración del público ni las fáciles silbatinas ante cualquier error. Palabras que, afirma ‘Pelé’, aún resuenan en su memoria. Recibidas en un momento crucial de su vida. “Sí puedes tratar por igual a la derrota y al triunfo, esos dos impostores, serás un hombre…”.
El resto de ésta legendaria travesía, dentro de las canchas de futbol, la mayoría suele conocerla, además de aplaudirla.
“El dolor es temporal, el orgullo es para siempre”.
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